Existen formas peores de morir que la muerte del cuerpo físico
Pocas cosas han sabido ocultar mejor su presencia que la muerte. En nuestro día a día no sabemos distinguir la vida de la muerte. Y no estoy diciendo algo tan básico como que nuestra cultura pretende ocultar la muerte en vez de abrazarla y aceptarla, porque cada vez que salgo de casa no me encuentro menos de tres funerarias en un paseo de 20 minutos y cada vez que enciendo la tele las noticias no son menos de 15 minutos sobre al menos cinco variedades diferentes de asesinatos violentos.
En nuestra sociedad la muerte está visible todo el tiempo. A todas horas. Si caminas sola por la noche te matarán. Si no eres del primer mundo te matarán. Si no comes lo que debes y haces ejercicio regularmente y trabajas duro y te mantienes sano te matarán. La muerte está visible a todas horas, en todo momento, como herramienta de control necropolítica. Y por ello no somos conscientes de todas las formas en que la muerte nos asola en silencio todos los días de maneras crueles y brutales, de un modo fácilmente evitable, sino fuera porque están constantemente promovidas por la sociedad.
Esta semana me he acordado de I Sexually Identify as an Attack Helicopter, un relato de Isabel Fall que más tarde se renombraría como Helicopter Story. Publicado el 1 de enero de 2020 en Clarkesworld Magazine, finalista de los Hugo Award en 2021, es una excepcional pieza de ciencia ficción que utiliza la realidad de género para hacer uno de los relatos más escandalosamente brillantes que he leído.
En el relato, en un futuro próximo, el gobierno de EEUU ha aceptado la reasignación de género como un modo de hacer más eficientes a sus soldados. Esto lleva a que asignen el rol de género de helicóptero de combate a une de sus pilotos. ¿Qué significa esto? Que ahora volar, disparar misiles o eliminar objetivos militares y civiles es parte de su expresión de género del mismo modo que para los hombres lo es vestir pantalones y ver fútbol o para las mujeres vestir falda y escuchar música pop. Es decir, una forma en la cual atraparla ya no sólo en su propio cuerpo, sino en su propia existencia. Toda su forma de vivir se ve condicionada por el hecho de ser piloto de un helicóptero de guerra.
Como era de esperar, el relato tuvo una recepción muy polarizada. Hubo quienes lo aclamaron en su brillantez por la fineza de su escritura, la sutileza y elegancia en la que trataba las problemáticas de género y en cómo atacaba el régimen militarista contemporáneo. En otra trinchera, ni siquiera enfrente de ellos, sino de la propia Fall, un grupo de personas se negaron a leerlo acusándolo de ser un relato tránsfobo por utilizar por título un meme de Internet que se suele utilizar para insultar a las personas trans.
En justicia, esta reacción es perfectamente comprensible. Que personas de un colectivo oprimido reciban mal un relato con un título provocador que parece estar atacándolas es razonable. Ahora bien. Parte de ese sector no sólo se negó a leer el relato, sino que además decidió iniciar una guerra en contra de su autora. No en relación a su contenido, sino de su título. Porque entre cierto sector de este grupo de personas se decidió, de forma prácticamente automática, que el relato no tenía valor, que Isabel Fall era el pseudónimo de un hombre y que era imposible que una mujer hubiera escrito eso.
¿Qué pruebas tenían de esto? Ninguna. Lo primero no tiene fundamento desde el momento que no habían leído el relato. Lo segundo es insultante por sí mismo, pero además, Isabel Fall era una total desconocida en los círculos literarios, por lo cual no podían saber su género, salvo por cómo ella misma se autoidentificaba — algo que le negaron. Lo tercero no pueden saberlo, ya que no habían leído el relato, y es un insulto hacia las mujeres, la escritura y el feminismo en sí mismo, incluso si el relato hubiera sido un humillante y calculado ejercicio de transfobia, como si las mujeres no tuvieran la capacidad de escribir cosas abyectas. Algo que ya las situaba, desde cualquier óptica posible, en el lado equivocado de la historia.
Pero poco importa la historia cuando se grita lo suficientemente alto, pues la justicia es ciega, no sorda, y quien crea que tiene algo que ver con la ética, es porque aún no entendió el principio de esta frase. Isabel Fall era una mujer trans que llevaba poco tiempo fuera del armario que estaba utilizando su literatura para explorar sus ideas sobre género. Parte de esa exploración se encuentra en I Sexually Identify as an Attack Helicopter. ¿Qué ocurrió cuando recibió constante ataques no hacia su obra, sino hacia ella, hacia su identidad, hacia aquello que es a un nivel fundamental? Lo que hubiéramos hecho la mayoría. Abandonó su carrera literaria. No sólo eso. También abandonó su identidad.
Isabel Fall ya no existe. Isabel Fall está muerta. Porque Isabel Fall decidió no usar ese nombre nunca más y, si bien no sabemos si decidió detransicionar o no, según dio a entender, es probable que decidiera hacerlo.
No voy a mentir. He tenido que parar dos minutos tras escribir el párrafo anterior para tener compostura para seguir escribiendo este texto. Creo que es necesario decirlo porque es importante para lo que nos ocupa: es posible matar a una persona sin hacerle ningún daño físico. Sin siquiera ver su cara. Sin haber interactuado una sola vez en nuestra vida con esa persona. Porque a raíz de I Sexually Identify as an Attack Helicopter, un grupo de personas mataron a Isabel Fall.
Leer el relato lleva veinte minutos. Os pido que lo hagáis, tanto si queréis leer un buen relato como si tenéis la más mínima curiosidad por el mismo. También os lo pido porque es lo que debería haber hecho la turba de personas enajenadas que decidieron que un título era suficiente para iniciar una campaña de acoso contra alguien. ¿Basándose en una idea de justicia? Por supuesto. En su cabeza, estaban haciendo justicia. Pero aunque la justicia pueda engendrar cadáveres, no puede reconstruir un alma rota. Porque haber leído el relato les hubiera permitido saber que Fall utilizaba el meme para hacer algo que la comunidad queer, como todas las comunidades oprimidas, llevan haciendo toda la vida: apropiarse de los ataques ajenos como mecanismo de defensa y enaltecimiento de su identidad.
Se puede no estar de acuerdo en hacer uso de esta clase de tácticas a la hora de abordar cualquier forma de opresión. Es legítimo. Pero, nos guste o no, el arte no está hecho para la comodificación de las emociones o las ideas de nadie. Puede partir de emociones o ideas, como puede hacerlo de experiencias, pero no se debe a ellas. Y a quien no le guste la apropiación de los conceptos de odio por parte del propio grupo odiado, tiene derecho a que no le guste la obra, pero no a pedir que se ejecute justicia en contra de su autore.
Isabel Fall murió por escribir un relato partiendo de una táctica de autodefensa aprendida durante generaciones por comunidades oprimidas de todo el mundo. No hizo falta encender ninguna antorcha, tirar ninguna piedra o desenfundar ninguna pistola. Estés donde estés, Isabel, eres recordada.
Once more time with Feeling
Esta semana he leído varios comentarios, sorprendentemente sorprendidos, sobre cómo la IA generativa ha llegado a la industria editorial. No a la ilustración, sino a la escritura. Señalando que las bibliotecas están teniendo problemas con la avalancha de libros generados por IA con información actualmente falsa, siendo un problema añadido al crecimiento exponencial de papers académicos hechos con IA o con citaciones inexistentes, uno se cabe preguntar a quién sorprende esto en 2024. Exactamente quién se puede preguntar cómo hemos llegado aquí.
No me refiero ya al desarrollo de las IA. Llevamos ya años diciendo que no existe uso responsable o ético en una tecnología basada en el robo, ya que los usos basados en el uso de contenido propio son absolutamente marginales. Me refiero a que esto no es nuevo. Esto ha ocurrido toda la vida.
A las bibliotecas han entrando durante generaciones libros de muy baja calidad. En el mundo académico han circulado papers basados en el plagio, la total ausencia de pruebas o la simple cara dura desde que existe la universidad. Esto no es algo nuevo. La IA lo ha hecho exponencial. Dramático hasta el punto que ya es un tema que es necesario discutir de forma semanal. En varias instancias separadas sin relación entre sí. Repetir otra vez que las búsquedas en Google ahora son absolutamente inútiles. Que la información científica es cada vez más pobre. Que los estándares editoriales están por los suelos. Que la vida es objetivamente peor a causa de la IA.
Pero nuevo, nuevo, la IA no ha hecho nada nuevo. Ha exacerbado algo que ha existido siempre y se ha permitido, cuando no incentivado, porque generaba rédito personal o monetario. Desde que existe el capitalismo, más aún desde que el capitalismo neoliberal es algo, la necesidad de sacar más contenido, generar más dinero, crear más en menos tiempo, cada vez más rápido, es lo único que importa. La IA puede hacer eso mejor que los humanos. De ahí la importancia que se le dio. Por eso se puso tanto énfasis en su importancia, en vez de quedarse en un cajón cogiendo polvo, como las decenas de miles de tecnológicas que ocurren al año y nunca van a ninguna parte: porque era conveniente. Porque exacerbaba algo que ya estaba ahí a menor escala.
Acabar con la IA es una necesidad imperiosa. Porque la cuestión no es acabar con la IA. Es acabar con el sistema que hace que el uso de la IA sea algo deseable. Justo. Necesario. Podemos regular la IA. Prohibirla incluso. Pero mientras no cambie la sociedad, el problema seguirá ahí.
Es curioso que, al final, los aceleracionistas tuvieran razón. En una cosa, al menos. Es fácil tener razón cuando haces una propuesta tan amplia que literalmente pueda entrar en la misma todo problema bajo el sol, pero en este caso, es cierto que la aceleración puede ser la clave para ese cambio: si ninguna información es fiable, si ninguna fuente vale nada, si ningún sistema sirve, por la fuerza habrán de cambiar las formas de la sociedad. ¿Es una obviedad? Por supuesto. Tampoco es que proponer que acelerar que las cosas vayan mal hasta que estén tan mal que sea evidente que están fatal, colapsen y haya que sustituirlas sea una proposición filosófica profunda de gran recorrido. Pero en justicia, tampoco había que ser un genio para darse cuenta que la IA era echar gasolina en un edificio en llamas.
El inokismo tuvo muchísimas virtudes para el wrestling. No puedo decir que la obsesión de Inoki con las MMA fuera una de ellas. No cuando trunco las carreras y la credibilidad de muchos excelentes wrestlers. Dicho eso, cuando se hacía bien y se llevaba al terreno del shoot wrestling imitando a las MMA, ocurrían maravillas como este fragmento del combate entre Kaz Murakami y Hiroshi Tanahasi.
Todo texto es una relación simbiótica entre su autor y su lector
Entre los hitos de esta semana está que he empezado a leer La poética del espacio de Gaston Bachelard. Sobra decir que Bachelard es brillante, visionario y que toda la filosofía francesa del siglo XX le debe mucho más de lo que se le concede12, tanto en el campo de la pura investigación filosófica, como en la apertura de la idea de lo poético como algo que corre en paralelo y no es necesariamente idéntico a lo intelectual. Algo que llevaría a eso que tanto enfada a quienes, apegados a la idea del cientificismo y el realismo, creen que la filosofía debería consistir exclusivamente en datos y proposiciones, sin confiar en las imágenes, los símiles y las metáforas, hilvanando lo poético dentro de la disciplina para liberarla de sus límites bien cartografiados durante el principio del siglo XX.
La cuestión es que yo estaba con el libro en las manos, dispuesto a leer un acercamiento extrañamente metódico a una cuestión puramente poética, y ocurrió algo que suele ocurrir cada vez que tengo un clásico entre las manos. Había un prólogo. Y luego otro. Para que haya después otro más. De los cuáles sólo el último, escrito con una brillantez absoluta, estaba escrito por Bachelard. Con lo cual tengo un problema.
Aquí mucha gente puede empezar a clamar al cielo. «Álvaro, no me fastidies, ¿ahora tienes un problema con los prólogos? ¿Con los estudios académicos? ¿¡Con el contexto!?». Sí, sí, ¡sí! Bueno, no. No es ahora. Lo he tenido siempre. Porque crean un problema de base que no debería existir: condicionan la lectura.
Cuando se escribe un libro, independientemente de su contenido, no se hace pensando en cómo será recibido. O no se debería hacerlo3. Se hace pensando en aquello que se desea comunicar. El autor escribe para un público, para un contexto, dentro de sus deseos y limitaciones. Pero al final del día, el libro es de quien lo lee. Lo que interprete del texto cada lector es algo que se verá mediado por su propio bagaje, haciendo del texto algo propio. Algo que no puede evitar el autor, incluso si puede amoldarlo. Pero que los prólogos —académicos, literarios, cualquier clase de prólogo que no sea, literalmente, del autor dando forma a su obra— intentan evitar a toda costa.
Todo prólogo de un otro lector está mediando nuestra lectura del libro4. Está haciendo que leamos de un determinado modo el libro. Condicionando lo que podemos extraer del mismo. Lo cual es un serio problema. No sólo porque no existe una única lectura posible de cada texto, sino porque además el prologuista está imponiéndose como autoridad por encima de las dos personas más importantes en el libro: el autor y el lector. Está pretendiendo mediar, como si fueran imbéciles, diciéndoles lo que deben pensar5.
¿Existen prólogos útiles, en tanto aportan contexto importante, información clave y de ese modo, hacen más fácil la lectura de un texto que en otro tiempo u otro lugar pudo ser accesible, pero aquí y ahora no lo es? Es posible. Pero en el proceso arruina una parte importante de la experiencia humana: la entropía. Toda la información que se pierde por el camino.
A veces un libro es más interesante, precisamente, por la falta de contexto. Al permitirnos extrapolar, fantasear, rellenar huecos, llegamos a conclusiones que pueden ser absurdas, erróneas o simplemente fantasiosas, que también son interesantes y valiosas por sí mismas. Porque no todo proceso de lectura pretende ser intelectual. Científico. A veces es, como señala Bachelard, imaginativo. Poético. Aquello que se extrae no nace necesariamente de la mente, sino del alma, haciendo que de esos equívocos y malentendidos surja algo diferente, potencialmente interesante, que vaya más allá de la intención del autor6.
Eso no significa que los prólogos no tengan su sitio. Lo tienen. Al final del libro. Literalmente. Cualquier persona que quiere hacer un estudio crítico de un autor, un eulogio, un análisis o una nota de contexto78 sólo tiene que hacer algo muy sencillo: colocarla al final del libro, no al principio. Escribir un epílogo, no un prólogo. Si puede ser importante, se puede incluir una nota al principio del libro indicando que está ahí para quien lo necesite. Podemos llamar a este invento «índice».
Por eso os recomiendo que al leer un libro, os saltéis siempre todas las introducciones, estudios, recensos y toda clase de ensayos introductorios que os den que no sean los del propio autor. El libro que habéis decidido leer es el de una persona concreta. Si luego tenéis interés, queréis saber más, podéis volver al principio y leer todo eso con lo más importante que podéis extraer de cualquier libro: vuestras propias ideas. Porque sin eso, da igual la cantidad de contexto que os ofrezca un estudio previo del mismo. Ya que un libro no es nada más que el resultado del diálogo entre todo lo que ha vertido de sí el autor en el mismo y todo lo que ha ofrecido de su parte el lector de vuelta.
Si, por ejemplo, quisiera pintar a los caballos superando el obstáculo de agua en la carrera del circuito de Auteuil, esperaría de mi pintura que me diera tantos elementos sorprendentes, aunque de otra manera, como me dio la carrera que había presenciado. No puede tratar ni por un sólo segundo de reproducir exactamente un espectáculo que ya pertenece al pasado. Pero tengo que revivirlo en su totalidad, de un modo que es nuevo y, esta vez, desde el punto de vista de la pintura. Al hacer esto, crearé para mí la posibilidad de una nueva impresión.
Charles Lapicque
Goodbye and goodnight. Bang!
La realidad del mercado editorial del manga es brutal. Comenzar tu primer manga supone endeudarte automáticamente, porque tienes que contratar ayudantes que tienes que pagar de tu propio bolsillo. Incluso si la revista te paga por las publicaciones semanales o mensuales, es prácticamente imposible que consigas que eso haga ninguna mella en las deudas que hayas adquirido. Dependes enteramente en que el primer tomo recopilatorio de tu manga venda bien.
Pero eres une autore novel. ¿Cuáles son las posibilidades de que tu primer manga venda bien? Y si tu primer tomo no vende bien, la editorial no tendrá problema en guillotinar tu obra en su segundo tomo, dejándote con tres cosas: el corazón roto, una obra incompleta y una importante deuda en el banco.
Si cada videojuego es un milagro y cada libro un ejemplo de pasión crística, cada manga es un viaje con billete sólo de ida a las simas del infierno. Algo que ha quedado claro estas semanas con Love-Bullet, un manga de une autore novel de nombre inee, cuyo primer tomo no ha estado vendiendo bien. Algo que ha decidido intentar cambiar haciendo un llamamiento a sus fans a través de redes sociales, pidiendo que compren su manga para que no lo cancelen en su segundo tomo.
¿A qué se puede deber que no haya vendido tanto? No a la calidad del manga, desde luego. Love-Bullet es un excelente manga de acción y romance, centrado en el girls love o romance entre mujeres, con unos fabulosos toques de comedia. Con un diseño de personajes excelente, una composición de página y viñetas asombrosa, un guion sobresaliente y unas escenas de acción tan buenas como sus exquisitos desarrollos dramáticos y románticos, es un manga fantástico. Una joya que resulta sorprendente que venga de une autore novel. Y que sorprende que no haya vendido más de lo que haya hecho, especialmente con su premisa: las chicas que mueren sin conocer el amor tienen otra oportunidad en la vida, convirtiéndose en cupidos. Sólo que en el Japón moderno, tienen armas automáticas y más de un par de recuerdos dolorosos sobre el hecho de que el mundo haya seguido sus vidas sin ellas.
Quizás sea por ser romance LGBT. Quizás sea por ser un manga de acción que no va dirigido a un público masculino. Quizás haya sido por unas deficientes decisiones de marketing por parte de su editorial. Sólo sabemos que la realidad es que Love-Bullet ha vendido, con su primer tomo, mucho menos de lo que la editorial consideraría óptimo para seguir. O al menos ha sido así hasta hace unos días.
Porque el llamamiento a les fans fue escuchado. Algo que ha llevado a que se agote en múltiples librerías y se convierta en uno de los mangas más vendidos de Japón. Todo gracias a una comunidad internacional que ha comprado el manga, incluso si no son capaces de leerlo en su formato original.
¿Por qué lo han hecho? Porque hay una serie de excelentes traducciones fans que llevan el manga al día, haciéndolo accesible a todo el mundo. ¿Hubiera sido posible este milagro sin estas traducciones fan, que las editoriales catalogarían de piratería? Seguramente no. Porque el movimiento de la comunidad internacional ha sido clave en elevar el número de ventas del manga. Han ayudado a dar a conocer el manga, amplificar el mensaje de le autore e incluso hacer extremadamente fácil hacer la compra de ejemplares desde fuera de las fronteras japonesas. Algo que sin duda ha sido determinante para el repunte de este excelente manga.
Para saber el destino de Love Bullet aún tendremos que esperar semanas. Si no meses. Pero lo que está claro es que si puede continuar e incluso ver su final, va a ser en gran parte por el esfuerzo de sus fans. Gracias al esfuerzo de la comunidad empujando el tren varado en las vías del infierno editorial japonés.
Excepto en mi facultad, donde era imposible dar una clase sobre filosofía del siglo XX sin que salieran mencionados Bachelard, Canguilhem y Cavaillès.
Esto es literalmente lo contrario a una queja.
Es inevitable, en cierta medida, tener en consideración cómo será percibido lo que escribimos. Incluso si pretendemos que no nos importa, siempre existe cierta duda. ¿Significa eso que esa duda no pueda superarse? En absoluto. La labor de escribir es, también, superar esa duda, al menos, mientras se escribe, y tratarla con el psicólogo, el sacerdote o la almohada si no es posible superarla tras escribir.
Podríamos decir lo mismo del trabajo de adaptación que se hace en ocasiones al traducir ciertas obras. No es que sea un trabajo innecesario o que esté mal, pero existen límites que, de sobrepasarse, hacen que la obra deje de existir como tal. Cuando se cambian referencias culturales, temporales, imágenes y metáforas, llega cierto punto en que no se está traduciendo, mucho menos se está adaptando: se está reescribiendo. Algo incluso más destructivo que cualquier clase de prólogo porque, además, no puede ser simplemente ignorado. ¿Pero dónde está el límite entre una traducción pura e impoluta, una adaptación traidora pero respetuosa y un crimen transparente contra el autor y el lector? Es difícil saberlo. Y muchas veces, ese juicio se establece en una línea tan fina, que esta reflexión requeriría mucho más que una nota al pie para profundizar realmente en la misma.
Esto sólo se aplica a los prólogos y no necesariamente a los ensayos, las críticas, los estudios académicos o cualquier otra clase de textos por algo muy sencillo: su situación material. Están antes del libro. Están colocados para ser leído antes de leer el libro. Se presupone cierta obligación tácita de pasar por el peaje de aprender la lección antes de llegar al contenido que buscamos, haciendo que su posicionamiento sea la razón por la que es cuestionable.
Por esa razón, no hay tampoco ningún problema en leer esta clase de textos en cualquier otra clase de contexto. Si estamos en mitad de la lectura de un libro y queremos leer una crítica o un ensayo del mismo, está bien. Si un estudio de un libro nos incita a leerlo, bienvenida sea la buena nueva. Y lo es porque no existe un condicionamiento de autoridad en el acto. El problema no es la cosa en sí. La existencia de toda lectura es legítima por sí misma. Ahora bien, si se dan ciertas condiciones espacio-temporales, si está posicionada al comienzo de un libro, entonces adquiere un contexto que le da una autoridad implícita por la cual estoy escribiendo estas líneas.
Esto se ha llegado a formalizar, en términos filosóficos, en términos deliciosamente zafios, para desesperación de cientifistas y profesores estirados. El filósofo francés Gilles Deleuze decía que su manera de abordar la obra de otros filósofos era encularlos. Darles por el culo para engendrar un bastardo que no fuera Deleuze, tampoco su otro progenitor, sino una mezcla de ambos que le permitiera ver el mundo de una manera singular. Un proceso que le permitiera ir más allá de la intención del autor de forma consciente. Algo consistente con su filosofía, que giraba alrededor de crear conceptos y un lenguaje que permitiera dar forma al mundo. Porque cerrando círculos, como es evidente, Deleuze es uno de esos filósofos muy inspirados por Bachelard. Sin sexo anal involucrado conocido.
Al igual que tengo algo contra los prólogos, no tengo absolutamente nada en contra de las notas a pie de página. Sí contra las notas a final de capítulo, porque son innecesariamente incómodas y se oponen a una lectura natural y fluida.
Las notas al pie tienen un valor intrínseco y es que, cuando un texto puede tener referencias contextuales que pueden ser muy importantes de señalar, siempre pueden usarse de manera relativamente liberal para hacerse notar. Obviamente, aquí se notará la calidad del editor o el traductor, según convenga, para no arruinar el texto al añadir estas mismas notas. Así que ante la duda, siempre es mejor no colocar notas al pie de página. A excepción de que seas el propio autor. En ese caso, lo ideal es siempre o escribir con toda la intencionalidad posible o no escribir en absoluto.
Qué bello lo que has escrito sobre Isabel Fall.
Qué maravilla de letter, Alvaro. Todo tan interesante y tan bien escrito.