¿Por qué Halloween? No por Halloween en sí. En justicia, las celebraciones populares no son algo que me encanten. Eso incluye Halloween. Pero sirven como excusa para hacer algo interesante: crear rituales sociales. Comportamientos adaptados por grandes grupos de personas. Como por ejemplo, en este caso, que todos estemos más abiertos al terror en todas sus formas.
Por eso Halloween. Por eso, el 30 de octubre a medianoche, una letter a destiempo. Porque es Halloween. Porque la disposición está abierta a hablar de todo aquello que da miedo, que nos comunicaron aspectos fuera de nuestra cotidianidad y que normalmente rechazamos. Eso es Halloween. Para mí. Y eso vais a leer aquí.
No intentes racionalizar los caminos de un trance
Hay cosas que se me quedan pegadas a la cabeza durante años. Décadas, llegados a este punto de mi vida. No hablo necesariamente de vivencias o historias, sino de aspectos tremendamente concretos. Pueden ser ocho notas concretas de una canción. La forma particular de adjetivar de un escritor. Y a veces sí, son cosas más abstractas. Por ejemplo, la obra de una autora que fuera de su país natal jamás ha conseguido verdadero reconocimiento. Incluso si en el mismo tampoco parece que haya sido el caso. Porque llevo ya cerca de dos décadas obsesionado con los mangas de Junko Mizuno.
El estilo de Junko Mizuno es una particular mezcla entre lo kawaii y lo turbio, sin abandonar nunca cierta erotización de todo cuando toca. En todos sus mangas sólo hay mujeres que siempre van desnudas o semidesnudas, y todo está lleno de botes de lubricante, condones e imaginería sadomasoquista, pero al mismo tiempo, no es un mundo que esté sexualizado. La monería de sus personajes y a la violencia, brutal y tajante, a la que están sometidas, nunca da pie a sexualizarlas. Puede llegar a considerarse erótico su trabajo, en el vacío, pero difícilmente pornográfico. Y en contexto, resulta difícil considerarlo siquiera erótico.
Estas vacaciones, en Londres, me encontré un tomo de una de sus obras más emblemáticas reeditadas, Pure Trance. Por supuesto, la compré de inmediato y sin pensar. La obra de Mizuno ocupa un lugar en mi mente, donde de vez en cuando vuelvo a ella sin necesidad de que nada me la recuerde, por lo que ni siquiera hubo una decisión consciente en el proceso. No era posible que no lo comprara.
Es apropiado porque Pure Trance es un manga que Mizuno serializó en los manuales de una colección de albumes recopilatorios de techno llamado Pure Trance. Después recopilado como un tomo único, la singularidad de su origen es palpable en literalmente todos los aspectos del mismo. La historia se basa más en crear una atmósfera que en ofrecer una narrativa con continuidad, el diseño de los personajes y su composición en la página tienen una predominancia muy poco natural en el manga y la cantidad de información sobre el mundo escrita en los márgenes junto con pequeñas ilustraciones de acompañamiento revelan la singularidad de su estructura. Pero por eso es fascinante.
En Pure Trance, tras la 3ª Guerra Mundial, quienes han conseguido sobrevivir deben vivir bajo tierra. Procrear es imposible de maneras naturales, así que todo embarazo es in vitro. Y si hacemos caso a Pure Trance, sólo han quedado vivas mujeres que, además, tienen serios problemas de imagen corporal y de trastornos alimentarios. Algo a lo que no ayudan las pastillas de las que se alimentan y que les hacen anhelar de manera apasionada cualquier cosa que se asemeje a comida de verdad. Por terrible que esta sea.
La violencia y la tortura, autoinflingida o no, es constante a lo largo de Pure Trance. La crítica social sobre la comodificación del cuerpo femenino ni siquiera es sutil. Y todo está hecho con un dibujo kawaii, una erotización casual, y sin dejar nunca de pisar todas las minas que podrían hacer que un lector sensible (¿demasiado sensible?) vea como problemático este manga.
Hacer un juicio sobre Pure Trance, o sobre la obra de Junko Mizuno en general, es extremadamente difícil. Delimitar dónde se convierte en problemático, dónde es denuncia, dónde arte y cuándo todo eso simplemente lo es al mismo tiempo es, probablemente, imposible. Por eso es interesante. Por eso se ha mantenido en mi cabeza durante tantos años. Porque no es reductible a un argumento, a un discurso, pero tampoco a una categoría comercial. ¿Es ciencia ficción? ¿Es terror? ¿Es ero-guro? ¿Todo a la vez? Quién sabe. Quizás sólo sea el manga que acompañaba un recopilatorio de techno. Quizás sean las pesadillas de la feminidad en papel y tinta.
Al hablar de terror lo último en lo que pensamos es en juegos de mesa. Hay buenas razones para ello. Todas esas razones las estudia Spice8Rack en este increíble vídeo donde no sólo disecciona algunos juegos de mesa increíbles, explicando porqué funcionan como juegos de mesa, pero no como juegos de terror, sino también porqué sí lo hace un juego en particular. Dos horas de uno de los mejores ensayistas de Youtube, da igual del tema del que hablemos, hablando de un tema que no sabías que necesitabas que alguien te explicara en profundidad.
La maestría está en cómo se da forma al infinito
Entre los mayores placeres de la vida no pondría leer a H.P. Lovecraft. Leer es un gran placer, pero cada vez que vuelvo al escritor de Providence recuerdo que todo lo que es genial en todos los que han bebido de él está lastrado por una escritura deficiente. Siendo amables. Howard Phillips no es que fuera un escritor pésimo, tampoco es necesario insultar a nadie ni faltar a la verdad, pero sí era un escritor que le faltaba oficio — todo lo que era brillante en sus ideas, sus estructuras y su capacidad para ajustarse a las nociones de los géneros y las expectativas del público y los editores, era desastroso en su poética, su ritmo y su estilo en general.
Eso no ha impedido que se convierta en un gran escritor, muy respetado, más por la idea que se tiene de él que por lo que realmente escribió. No es desconocido para nadie que la influencia de La Llamada de Cthulhu, el juego de rol, ha dado más forma a los seguidores contemporáneos de Lovecraft que la propia prosa del escritor. Y aun sabiendo que leerle nunca es la experiencia satisfactoria que me gustaría, nunca puedo evitar, cuando me encuentro una adaptación genial de su obra, volver al original para ver el destello que alguien ha sabido desarrollar mejor.
Eso me ha ocurrido con The Color Out of Space. Histórica (y desastrosamente) traducido en español como El color del espacio exterior1, es uno de los relatos de Lovecraft más celebrados. Probablemente porque, de entre su producción literaria, es uno de los ejemplos más claros de lo que después se ha denominado weird fiction.
Leyéndolo de nuevo, sin entrar en lo que me parece Lovecraft como escritor, el interés del relato recae precisamente en el color titular. Un color que procede de un meteorito, que cae en la parcela de una familia, que primero da vida a todo en su radio de acción, tiñéndolo de sus colores, antes de absorberlo y utilizarlo en su favor. Pero, incluso siendo el color el protagonista de la historia, Lovecraft nunca nos permite ver el color: tanto metafórica como literalmente.
Lo genial del relato está en cómo la importancia de los acontecimientos nunca recaen en el color, sino en los efectos del mismo. Precisamente, porque no podemos verlo. Esto es algo que dicen explícitamente a lo largo del relato varias veces. Es un color y saben que es un color porque produce las mismas sensaciones que los colores, pero no es ni siquiera similar a ningún otro color que hayan visto hasta entonces2. Lovecraft nunca intenta describirlo3. Toda su atención siempre se sitúa en sus efectos. En cómo primero crece la flora y la fauna, después cómo todo adquiere el extraño color que ha llegado desde espacio, para marchitarse hasta perder su color y su forma y su existencia misma. Todo para alimentar a ese color inexplicable.
A lo largo de todo el relato Lovecraft explica el color a través de sus efectos, no de lo que es. Por eso es un color irreconocible. Porque de intentar hacerlo, arruinaría el efecto que tiene sobre el relato: crear la sensación de terror ante la idea de estar ante algo que va más allá de nuestra comprensión misma45. Causando su impacto por el hecho de describir no la cosa en sí, sino la sombra que arroja.
Esto es una genialidad y como es lógico, ha llevado a que diferentes personas hayan querido replicar el relato a su propia manera. Quizás los dos intentos más interesantes, por dos motivos completamente diferentes, sean la película Color Out of Space de Richard Stanley y el manga El color que cayó del cielo6 de Gou Tanabe.
Color Out of Space hace algo muy inteligente que es coger la base del relato para llevarlo a sus propios intereses. Crear una película con convenciones más propias del terror de los setenta y los ochenta, donde se empape todo del body horror, el drama familiar y la construcción de lo sobrenatural y sus horrores. El problema es que la sutilidad, que nunca ha sido el fuerte de Stanley, está completamente ausente de la película. Particularmente en cuanto nos referimos al propio color titular.
El Color tiene color. Y es, de hecho, violeta. Variando hacia el púrpura en ocasiones, hacia el rosa en otra, pero es violeta. Cuando Nicolas Cage, como siempre soberbio en su papel, dice que el color que ha visto en el meteorito es uno que no ha reconocido nunca, resulta risible: es violeta. Es literalmente imposible que no reconozca el violeta.
Este es el problema esencial de la adaptación. Nos exige que aceptemos que El Color y su color no son importantes. Que suspender la credulidad supone creer que, el hecho de que esté constantemente poniéndonos en la cara un color muy reconocible, debe ser algo que debemos pasar por alto. Algo especialmente cuestionable cuando en la película hay dos ocasiones en la que se dice, explícitamente, que es un color que no se ha visto nunca. Que no pertenece a este mundo.
¿Cuál es la posible solución? Hay muchas. No mostrarlo. Hacer que las imágenes del color sean en blanco y negro. Como me sugirió Paula, que cada vez sea un color distinto y la gente lo trate como si siempre fuera el mismo color, en un juego metatextual con la percepción del espectador. Pero Stanley elige no darle importancia y en ello, la película es peor7.
Es interesante porque Gou Tanabe elige hacer exactamente lo contrario. Es dolorosamente fiel a Lovecraft. Pero de un modo que casi parece que esté enmendándole la plana. Cada escena del relato original está desarrollada, reescrita y alargada todo lo que necesita para respirar como merece. Momentos que eran un párrafo, o una frase, son páginas enteras. Y de repente, el relato funciona de una manera mucho más efectiva. Como si Tanabe, al adaptarlo, tratara el relato más como un manuscrito sin acabar que como un relato ya finalizado.
Y por eso funciona. Porque cuando luego ha de abordar cómo trata el color, le da más peso. Lo pone mucho más al frente. Se nombra más explícitamente, se hace más presente. Incluso si no deja de ser la sombra que se dibuja a través de los seres humanos. E impacta más cuando nos lo muestra.
En un manga en blanco y negro.
Tanabe ni siquiera necesita un truco demasiado elaborado. Se limita a hacer que sus personajes incidan más en la importancia del color cuando, en su mundo, ni siquiera existe el color. No al menos que nosotros podamos percibir. Y de ese modo, se siente de nuevo importante: dándole más peso y haciendo que realmente se sienta que pueda ser algo que nunca antes han visto. Como algo que procede del espacio, está hecho del material del espacio y se escapa a la comprensión de los meros habitantes de la Tierra.
En cierto modo, Gou Tanabe nos da la versión definitiva del relato de Lovecraft. Reescribe y refina lo que este no consiguió darle forma. Y lo hace de un modo que no deja de sentirse propio. Su extenso uso de los primeros planos y la delicadeza con la que desglosa diferentes acciones en la composición de la página es algo inconcebible en la prosa de Lovecraft. No es Lovecraft. Es Tanabe. Pero es en, cierto modo, la adaptación de lo que hubiera sido una versión refinada del relato.
¿Qué nos enseña todo esto sobre Lovecraft? Quizás nada. Pero nos enseña algo importante sobre la literatura, la creación y el arte en general: las ideas excepcionales no se agotan fácilmente. El concepto de un color venido del espacio, con el cual no podemos ni interactuar ni realmente tener ninguna clase de relación, pero que consume todo y no deja nada a su paso sin una aparente consciencia o razón para ello, es brillante. Y hay muchísimas maneras en que se puede volver a contar la historia aun sintiéndose brillante.
Por eso no paramos de contar las mismas historias desde hace cientos o miles de años. Cada vez de una forma un poco distinta. Por eso no paramos de contar las historias de Lovecraft. Incluso si no era muy buen escritor. Porque al final del día, lo único que se agota en el arte, es aquello que no era interesante en primer lugar.
No existe premisa más proclive para una historia de terror que el descubrimiento de un objeto antiguo del cual no se sabe nada. Y cuya aura ya dice que sería mejor dejarlo donde estaba y olvidar su existencia. De eso trata The Children of Clay, un juego creado por Balazs Ronyai, que no dura más de cinco minutos, y que nos da un extraño artefacto de arcilla, la posibilidad de observarlo, girarlo, mirarlo a través de una lupa de aumento, mirar palabras en un libro y poco más. Y no necesita más para ser desasosegante, gracias al perfecto control que tiene sobre los tiempos que maneja, y, sobre todo, por la sensación de tactilidad que rebosa a cada instante8. Cómo nos hace sentir que estamos manipulando con nuestras propias manos este extraño artefacto prohibido. Haciéndonos partícipes de este descubrimiento que no deberíamos haber hecho nunca.
¿Y si el mundo fuera peor de lo que imaginabas?
Algunas de las discusiones más estériles que he tenido en mi vida han tratado sobre películas snuff. El problema es que no importa la buena fe que exista entre ambas partes, para que exista discusión debe haber disenso, y si existe disenso sobre las películas snuff solo puede ser sobre una cosa: sobre si existen o no. Y si discutes sobre su existencia, ha de ser necesariamente bajo la premisa de que la otra persona tiene una noción diferente de lo que es una película snuff.
Si me preguntáis mi definición de película snuff, que creo que es el mejor lugar por el que empezar, una película snuff es toda aquella película donde se comete un asesinato con el único motivo de registrarlo en vídeo. Cualquier clase de muerte filmada que tenga un propósito ulterior o que sea registrada accidentalmente no vale. Tiene que ser un asesinato que se comete delante de la cámara específicamente con el propósito de ser grabado, sea para ser comercializado, sea para uso personal. Nada más.

Bajo esta premisa, es evidente que existen las películas snuff. No a miles, desde luego no reproduciéndose a diario y mucho menos creando ninguna clase de copias de las mismas, pero han de existir. Es un pensamiento moral e intelectualmente desagradable, pero no por ello menos real. Incluso si siempre nos queda el consuelo de que son excepciones y la posibilidad de que encontremos alguna en nuestra vida es prácticamente nula.
Salvo que tengamos un pariente millonario. Si estás leyendo esto y tienes un pariente de mucho dinero, que nunca se ha casado y ya tiene una edad avanzada, es mejor si empiezas a mentalizarte de lo que puedes encontrarte si llegas a recibir por herencia sus posesiones. O al menos eso es lo que piensa el youtuber FLESH SIMULATOR, que en su excelente ensayo Serial Killing For Fun And Profit hace un detallado análisis donde no sólo demuestra que sí, al menos durante los 70s y 80s en los EEUUs han existido las películas snuff, sino que además ha existido una red de producción y distribución de las mismas. Asociada, como no, con una red de pornografía y abuso infantil relacionada con gente con poder.
Esto puede sonar como una conspiración porque, de hecho, lo es. Y he dejado la teoría fuera por una buena razón. FLESH SIMULATOR tiene documentación para demostrar sus argumentos, incluso algunos de sus flecos sueltos como la más que probable conexión de John Wayne Gacy9 con la producción de estas películas, demostrando que vivimos en un mundo mucho más oscuro y terrible de lo que pensábamos.
Porque las películas snuff existen. Y el gobierno de los EEUU no sólo supo durante dos décadas que se estuvieron produciendo, sino que se negó a hacer nada para pararlo porque eso hubiera significado tener que encausar a políticos y nombres muy conocidos de la esfera pública. Con todo lo que eso conlleva.
Juntar a tres virtuosos del ruido, la textura y la deconstrucción como son Merzbow, Keiji Haino y Balázs Pándi y darles completa vía libre para hacer lo que quieran nunca va a ser mala idea. Algo que demostraron en 2016 con An Untroublesome Defencelessness, un disco colaborativo donde el noise y la improvisación libre se dan en la mano en un conjunto difícil de definir. No exactamente noise. No exactamente jazz. Vanguardista, sin duda, pero no es como si el trabajo de cualquiera de los tres por separado no lo fuera de normal — es algo diferente, más sutil, como si dejaran que reinara algo que trasciende, pero emparenta a los tres bajo un mismo espectro.
La primera parte de Why Is the Courtesy of the Prey Always Confused with the Courtesy of the Hunters..., que es el tema con el que abre el disco, es un buen ejemplo de cómo dar vía libre a Balázs Pandi y Keiji Haino para demostrar su virtuosismo es siempre una opción viable. Especialmente si Merzbow puede acompañarles, construyendo de fondo su sonido. Pero según avanza el disco es fácil ver cómo las barreras entre ellos se van diluyendo hasta llegar a How Differ the Instructions of the Left from the Instructions of the Right? (Part III), donde Keiji Haino hace de maestro de ceremonias de un tema oscuro, extraño, demoniaco de un modo sutil y vibrante, donde ya no existen Merzbow, Pandi y Haino, sino una única entidad vibrando al unísono.
Esta comunión dura poco, pero esos seis minutos bien convalidan un disco. Especialmente uno donde, si no podemos hablar de perfección, es porque sería insultar a An Untroublesome Defencelessness. A sus implicados en la composición. Porque lo que buscan es canalizar algo. Crear algo diferente, informe y que probablemente ninguno de ellos tenía en mente. Y lo consiguen. De un modo inexplicable, oscuro y, probablemente, irreproducible. Porque si la perfección sólo es posible en la muerte, en lo inanimado, entonces lo que consiguieron Merzbow, Haino y Pándi es revertir su condición: no crearon la perfección, sino que se convirtieron en el medio a través del que canalizar algo más allá de la comprensión humana.
No existe aprendizaje sin fricción
Esta semana he estado jugando a Still Wakes the Deep. Me llamó la atención que estuviera enteramente doblado usando dialectos regionales y que, aun siendo una obra de terror psicológico, tocara temas políticos bastante delicados como es la industria petrolera escocesa durante los 70s. Pero lo que terminó de vendérmelo fue un excelente vídeo de uno de mis videoensayistas favoritos de Youtube, RagnarRox, que ha hecho que me lanzara a jugarlo.
En lo esencial, es lo que esperaba de The Chinese Room. Un juego donde andar mucho, dejarse encandilar por unos escenarios asombrosamente espectaculares gracias al espectacular trabajo de arte del estudio, una narrativa exquisita que pega durísimo en el corazón, y donde el combate está completamente vetado de la experiencia: todo consiste en sobrevivir a las circunstancias mediante el sigilo, la agilidad y el ingenio. O en el caso de Still Wakes the Deep, el sigilo, la agilidad y un poco de fuerza bruta aquí y allá.
En ese sentido, me ha dejado muy satisfecho Still Wakes the Deep. Esperaba una excelente experiencia narrativa y me la ha dado. Y esperaba una, al menos, interesante experiencia de terror. Pero me ha dado más que eso.
Lo interesante de Still Wakes the Deep es cómo juega con la fricción. El juego, en circunstancias óptimas, no pone ninguna clase de fricción: tu personaje se mueve rápido, todo está relativamente bien iluminado y es fácil saber a dónde debes ir. Pero en el momento que necesitas llegar a un sitio, o algo o alguien te persigue o te está buscando o no va como debería, la fricción se hace patente. A veces son cosas sutiles y que encontramos en todos los videojuegos. La plataforma petrolífera, además de realista, es absolutamente laberíntica en su diseño. Cuando andamos en un pasillo semiinundado, andar nos cuesta más de lo normal. Cuando algo nos acecha, la música estridente y terrorífica empieza a sonar y se eleva en los momentos clave.
Todo esto son formas de fricción. Está pensado para crear una barrera con la que tengamos que lidiar activamente si queremos avanzar. Pero luego hay otros elementos más sutiles, que aunque sencillos, van reforzando esta idea. Cuando tenemos que utilizar una palanca, tenemos que agarrarla utilizando un gatillo del mando y luego bajarla con el joystick. Si queremos subir unas escaleras, tenemos que mantener apretado el gatillo derecho todo el tiempo. Y si la plataforma se sacude por cualquier motivo, también tendremos que apretar el izquierdo para agarrarnos con fuerza y no caer al vacío.
El juego tiene todos estos pequeños elementos de fricción por todas partes. Y los va acumulando de forma sutil, adecuada e imprevista, en lo que esperaríamos que fuera nada más que un «juego de andar». Hasta que no los tiene.
A veces el juego nos pide que hagamos saltos, bastante más ajustados de lo que parecen, y el juego nos impide la menor fricción inimaginable: sólo tenemos que darle al botón de saltar. Y eso nos hace preguntarnos cosas. Porqué para subir una escalera hay todo un ritual, pero para saltar esto no es diferente al primer Half-Life. Pero luego van ocurriendo otras cosas similares. Para andar agachados, sólo es necesario que apretemos un botón. Pero si cogemos un objeto, ya no podremos agacharnos, o si lo cogemos agachados, levantarnos. Entonces nos preguntaremos, ¿es una decisión de diseño? ¿Es intencional? Y cada vez que ocurre, más inquietud nos despierta. ¿Están jugando conmigo los diseñadores?
Para eso sirve la fricción. Cada vez que nos encontramos con diferentes capas de fricción, tenemos que pensar cómo se aplican. En qué orden y cómo nos van a afectar. Pero cuando no existen, también está presente esa idea: porqué no está. Si este pasillo está completamente a oscuras, ¿por qué no está sonando música tenebrosa? Y es ahí cuando nuestro cerebro empieza a trabajar más deprisa. De forma más cruel. Y cuando Still Wakes the Deep funciona como juego de terror: cuando te das cuenta de que lo terrorífico no es lo que sea que esté en la plataforma petrolífera. Es la plataforma petrolífera en sí misma.
Andar. Saltar. Nadar. Subir escaleras. Agacharse. Coger objetos. Todo eso es lo que da miedo en Still Wakes the Deep. No da miedo el hecho de enfrentarse a una criatura. Da miedo todo lo que rodea al hecho de que haya un obstáculo, no importa si su forma es la de un ente o una cosa.
Todo eso lo consigue gracias a la fricción. Nada más. Y ni siquiera es lo único que hace de forma excelente un juego que, narrativamente, es una delicia que consigue hilvanar lo personal, lo existencial y lo político sin llegar a ser explícito sobre ninguna de las tres en ningún momento. O que artísticamente logra macerar el body horror con lo psicológico de un modo que haría sentir orgulloso a David Cronenberg. Si es que no al equipo desarrollador de Rain World. Porque en Still Wakes the Deep el terror es sólo una parte de un algo diferente: aprender a ser en el mundo.
Lovecraft no tiene numerosos momentos de genialidad y arrebatarle uno de ellos es criminal. El título The Color Out of Space quiere convenir aquí, potencialmente, cuatro cosas distintas: 1) que el color proviene del espacio, 2) que el color en sí mismo se sitúa fuera del espacio, 3) que el color está hecho del mismo material que el espacio, y 4) que el color ya no está en el espacio. De estas cuatro, la traducción El color del espacio exterior sólo consigue capturar una de ellas: la primera.
¿Cómo podríamos traducirlo entonces? Es evidente que, en castellano, es imposible que consigamos subsimir todos esos significados al mismo tiempo. Pero eso no significa que no podamos hacer más de lo que hace el, bastante pobre, título original.
Para empezar, el espacio del que habla el título original no es sólo el cosmos, sino también el espacio físico. Y dentro del mismo, dado que el color crea ciertos efectos psicológicos sobre quienes entra en contacto, tiene también un componente mental. Algo que hace que el título necesite capturar, dentro de lo posible, la mayor cantidad de los potenciales significados originales y las diferentes concepciones de espacio con la que trabaja. Algo difícil, pero no imposible de hacer mejor que ceñirse a únicamente el plano físico del cosmos.
Personalmente, traduciría el relato como El color más allá del espacio. Aunque no deja claro que el color provenga del espacio, si deja claro que el color se sitúa fuera del espacio, y al no convenir una noción de espacio concreto, es más fácil encajar todas sus posibles lecturas.
Es más ambiguo. Es más extraño. Pero estamos hablando de un relato de un género que se ha decidido denominar weird fiction. Y hablamos de literatura. Si no permitimos la poética, la ambigüedad y la sorpresa en la literatura, sea weird fiction, sea terror a secas, por favor, paren ahora mismo el mundo. No porque me vaya a bajar, sino porque espero que, con el suficiente tiempo parado, simplemente muramos todos.
¿Cómo es eso posible? Muy sencillo. ¿Qué es una silla? La respuesta más sencilla es que es un asiento de madera con cuatro patas y un respaldo. De acuerdo. ¿La Silla Wassily de Marcel Breuer y Marcel Bouvier es una silla? Si la respuesta es sí, entonces no valen de nada las descripciones intelectuales a la hora de saber lo que es o no una silla, porque ni es de madera ni tiene cuatro patas ni tiene (exactamente) un respaldo. Es decir, nuestra idea de silla es abstracto, no concreto, y no definible en absolutos.
Es por eso porqué esta noción es tan efectiva. Es un color que no han visto nunca, pero es un color, porque saben cómo son los colores. No hace falta más explicación porque Lovecraft tocó, consciente o inconscientemente, una noción ontológica muy importante: conocemos las cosas por cómo remiten a lo que son en sí, no por las cosas en sí mismas.
Si bien podría alargarme, este debate podría llevar horas, miles de palabras y arriesgarnos a que nos oigan los neoplatónicos, sintiendo que tienen una oportunidad de iniciar un debate que ninguno queremos. Por eso, lo dejaremos con la lectura más sencilla posible de lo que es una tesis filosófica muy compleja. Al ver una silla sabemos que es una silla, incluso si no se ajusta a la definición de silla. Los personajes del relato saben que es un color, incluso cuando no han visto un color así nunca antes en sus vidas.
Salvo en una desafortunada frase donde lo define como «ultravioleta» y que deseo que, estimado lector, la guardes como si fueras Johann Wilhelm Ritter.
Esto lo arruina, por supuesto, dar a entender que es una luz ultravioleta y ya. Algo que es mejor ignorar al leer el relato, porque como es costumbre en Lovecraft, siente la necesidad de «explicar lo inexplicable». Cthulhu, Nyarlathotep o cualquier otra criatura de los mitos ganan en consistencia y presencia cuanto menos se habla directamente de ellas. En cuanto tienen forma, pierden gran parte de su mística. Ya no son criaturas más allá de la comprensión. Ya no son dioses, aberraciones cósmicas, o como en este caso, nociones cortadas del patrón del vacío del espacio, sino monstruos. Y los monstruos dan miedo, pero no crean lo que deberían crear los entes de Lovecraft: angustia existencial.
La excepción son los Mi-go y otras criaturas que son, de hecho, especies extraterrestres o aberraciones mutadas explícitamente catalogadas como tal. Parte de porqué funciona tan bien un relato, por lo demás extremadamente árido, como En las montañas de la locura, es porque cuando tiene que presentar una amenaza física no es una amenaza existencial. Confronta súbditos, chiquillos y macabras deposiciones con vida. Pero no la amenaza existencial en sí misma. Algo que evita arruinar la atmósfera de absoluta incomprensión y pequeñez ante los horrores del cosmos.
Algo particularmente irónico teniendo en cuenta que Lovecraft es un escritor de terror de la edad dorada del pulp y se codeo con algunos de los escritores más prolíficos de la época. Especialmente porque si algo nos ha demostrado una y otra vez la literatura de terror es que si algo da más miedo que Satán, es la amenaza de Satán. El Gran Cabrón en persona nunca va a dar más miedo que la amenaza de lo que pueda generar a través de sus súbditos a su llegada.
Sobra decir que no me parece una traducción del título mejor que la original. Por un lado, me parece peor, porque ni siquiera captura la idea de que procede del espacio. Por otro lado, la poética de tratarlo del cielo, como asumiendo la perspectiva de la gente que vive su llegada, le hace ganar un punto. Empatando así en que me disgusten por igual.
Como adaptación. Color Out of Space, como película de terror, si ignoramos todo lo que bebe de la premisa de Lovecraft, es una notable película de horror psicológico con elementos de gore muy resultones. ¿Es excelente? Bueno. No nos vengamos arriba. Nicolas Cage hace un trabajo excelente como padre exhippie, intentando encontrar un equilibrio entre ser padre y no ser un tirano, y el guion hace un gran trabajo en construirse en la línea de las grandes historias de terror sobrenatural de los 70s y los 80s.
Tactilidad presente, también, en el aspecto visual y sonoro. Toda la música rebosa fisicalidad, resulta pegajosa y quejumbrosa. El filtro de grano que está presente en todo momento ancla el juego en la realidad. Y en esa tactilidad sensorial, en ese encajar en lo que concebimos como propio de un pasado analógico, se materializa como más real que si fuera simplemente hiperrealista.
Más conocido como El Payaso Asesino o «el asesino en serie del que trata la única canción de Sufjan Steven de la cual estamos de acuerdo todos que es indiscutiblemente extraordinaria».