Be real
Cuando se dice que el wrestling no es real siempre arqueo una ceja, no tanto en disgusto como en genuino desprecio hacia el atrevimiento. Entiendo porqué se percibe de esa manera. No deja de ser un espectáculo simulando ser un deporte, por más que el atleticismo, la técnica y el componente artístico esté ahí. Incluso si es real, en varios frentes, e incluso más real que la mayoría de deportes —las lesiones son reales, los golpes son reales, pero no es menos real que para los personajes de los luchadores lo que ocurre en el ring es real, como lo es para los personajes que representa cualquier otra clase de actor—, es fácil ver porqué no se percibe así. Pero me es imposible aceptarlo tras estar en dos grandes eventos recientemente.
Durante mis vacaciones he estado en Londres, donde he asistido a dos grandes eventos de wrestling. He estado en el 12 aniversario de RevPro y en All In de AEW. El primero, en el Copper Box Arena, con 3.300 sitios. El segundo, en el Wembley Stadium, con más de 50.000 asientos. Y puedo afirmar que el wrestling, además de estar codificado como un deporte, no es menos real que cualquier deporte que se conciba como legítimo.
Todo lo que esperamos de cualquier clase de evento deportivo estaba aquí. Las entradas, las aficiones enfrentadas, los cánticos, las camisetas temáticas. Se abucheaba al que hacía algo incorrecto. Se animaba al que estaba sufriendo, pero dándolo todo. Los favoritos locales eran recibidos con pasión y los que venían de fuera eran recibidos con desprecio. Por supuesto, hay cosas más particulares del wrestling. Rara vez se ve en otro deporte a todo un estadio coreando el nombre de la persona que ha perdido, como en el caso de Hechicero en RevPro o Toni Storm en All In, independientemente de las filiaciones personales. Porque el wrestling es como los deportes, sin lo peor del deporte: el tribalismo.
En el evento de RevPro teníamos a una persona, de origen inglés, que no paraba de comenzar cánticos. Con un buen par de pulmones, no paraba de gritar, excepto para decirnos algo, o compartir una sonrisa cómplice o animarnos a seguirle o unirse a algún cántico nuestro. Esta persona, también, en el evento principal de la noche entre dos de las mayores promesas jóvenes del wrestling, Luke Jacobs y Michael Oku, empezó a animar a los dos. Al mismo tiempo.
¿Quién quería que ganara? Los dos. En nuestro caso, nos ocurría lo mismo. Como nos volvió a ocurrir en All In en el combate entre Will Ospreay y MJF con el Campeonato Internacional, donde realmente hubiéramos querido que fuera posible que ganen ambos. Incluso si, por narrativa, lo más emocionante y lo que esperábamos que ocurriera es que ganara Ospreay.
Esa es la sutil diferencia entre el wrestling y los deportes que podemos considerar, con todas las suspicacias del mundo, legítimos. No existe motivo alguno para conducirse por ninguna clase de fanatismo. Que gane uno u otro es menos relevante como el hecho en sí de lo bien que están peleando y hacia donde les está llevando esa pelea — la historia que están contando en el ring. El wrestling tiene un componente competitivo. Pero incluso en ese caso, lo relevante no es ganar o perder. Si un luchador gana o pierde los combates. Dos de los mayores wrestlers de la historia, como Kenta Kobashi y Kazuchika Okada, se pasaron años perdiendo un combate tras otro, por los pelos, sólo para construir una idea: cuando por fin consigan dar ese último paso, serán imparables.
Porque la ventaja de que el wrestling no esté atado estrictamente a la realidad naturalista del día a día, es que puede contar historias. Puede narrativizar lo que ocurre en el ring. Cuando tu equipo de fútbol gana o pierde sólo tienes eso: la victoria o la derrota. Cuando lo hace tu wrestler tienes mucho más. Tienes la historia. El desarrollo del personaje. El combate en sí. O incluso, compartido con el deporte en general, esa sensación de pertenecer a una comunidad más grande que uno mismo.
Lo que en verdad solo es verdad cae bajo el golpe de la ilusión. Lo que en la verdad supera la verdad depende de una ilusión superior. Sólo lo que excede la realidad puede superar la ilusión de la realidad.
— Jean Baudrillard, El Crimen Perfecto
Eso es lo que hace fascinante al wrestling. Eso es lo que hace al wrestling real. Hiperreal. Es más real, más tangible, creíble y empatizable que prácticamente todo lo que ocurre en cualquier deporte. Los eventos definitorios para un equipo de fútbol o baloncesto que pueden ocurrir una vez cada x años, pueden ocurrir tres o cuatro veces en un mismo año para un wrestler en un buen año. Porque no depende de la casualidad. De la alienación de astros. Sino del trabajo duro, la escritura y la capacidad de contar una historia dentro y fuera del ring.
En el wrestling podemos vivir la existencia, con todos sus giros, picos y sinsabores de una manera que ningún deporte legítimo es capaz de transmitir. Todo eso ya lo sabía. Pero estar en una arena rodeada de gente vibrando al ver a dos de los mejores luchadores técnicos de la historia, estar en un estadio emblemático viendo al mejor luchador de la historia coronándose campeón de la AEW contra todo pronóstico, no ha hecho más que recordármelo. Que la realidad no existe. Y sobrevaloramos lo que hace sobre nuestras vidas. Que existimos sobre capas de interpretación y que el wrestling, con todas sus capas de ficción, es lo más cercano que existe hoy a presenciar un pedazo de realidad ocurriendo en tiempo real.
La obsesión del videojuego por alcanzar el techo tecnológico, especialmente en lo referente a los gráficos, es insano. Especialmente en lo referente al figurativismo. All my homies hates el arte figurativo y parece ser que si Jacob Geller no es uno de ellos, como mínimo le interesa más todo lo que le rodea. Este increíble vídeo de cuarenta minutos habla de algunos de «los videojuegos más bonitos de la historia» para hablar de evolución tecnológica, arte, no-figurativismo y nuestra relación con la representación naturalista. Un vídeo soberbio para los amantes de los graficazos, pero especialmente para aquellos que ni los buscamos ni los necesitamos.
Vivir en la ilusión de una casa no deja sitio para colocar los muebles
Trabajar en la prensa del videojuego a veces te da alegrías. No a menudo, pero a veces pasa. Una de esas ocasiones ha sido cuando he podido analizar Emio – El Sonriente, la nueva entrega de Famicom Detective Club, para Eurogamer. Un trabajo absolutamente asombroso que funciona a la perfección como ficción detectivesca y como visual novel, que tengo la esperanza de que sirva para que se reevalue el género cara al público. Especialmente, porque Emio – El Sonriente, y los Famicom Detective Club, hacen muy patente algo que a la mayoría de la gente se le escapa: interactuar es tener que hacer acciones.
En Emio – El Sonriente nosotros tenemos una serie de comandos muy sencillos. Básicamente adjetivos. Mirar. Coger. Hablar. Pensar. Con ellos interactuamos con el escenario y con los personajes, que son ilustraciones estáticas. Fuera de eso, lo más que hacemos es leer. Pero esos comandos aportan el componente de juego. Aunque no necesariamente como pensamos.
Al obligarnos a implicarnos en el caso, nos hace sentir como que estamos haciendo el trabajo de detectives. Que estamos haciendo algo en primera persona. Esto es evidente. Es la base de la interacción. Pero lo interesante es, ¿dónde está el límite de la interacción?
Para mucha gente, el videojuego lo es porque es interactivo. El problema es que, abrazar este concepto, nos lleva a tener que construir nuestra casa en la trampa para conejos — aceptar una realidad que no es tal y adaptar todo cuanto creemos a la realidad que hemos decidido asumir. A fin de cuentas, la interacción no es exclusiva del videojuego. Podemos influir sobre una película pausándola, rebobinándola o moviéndola a una velocidad diferente a la que está pensada, incluso si no es la misma clase de interacción. En el happening, la instalación y varias formas de teatro, sin embargo, la interacción con el público cambia la forma y los sucesos de la obra, exactamente igual que en el videojuego. Por lo cual no parece que sea una característica única del medio.
Lo que hace que el videojuego sea videojuego es el hecho de que, como dice su nombre, es un juego —se presenta un escenario con unas reglas delimitadas a resolver— y que es de vídeo —es decir, es audiovisual.
Cuando en Emio - El Sonriente elijo el comando Pensar, pueden pasar varias cosas. Puede darme una pista de lo que tengo que hacer, puede darme un pensamiento sobre lo que está ocurriendo, o puede darme un pensamiento que no tiene nada que ver con lo ocurrido. Pero lo importante es que he elegido el comando de forma consciente. El mundo cambia su estado y avanza, o no, por el acto de haber elegido ese comando. Pero eso es sólo la mitad de Emio — El Sonriente. La parte de juego. La parte de vídeo es su diseño artístico, su música, su narrativa, su guion, y cómo todo esto crea las circunstancias en las que soy capaz de dilucidar si es apropiado o no usar el comando Pensar.
Si tengo que buscar un objeto, es lógico que tenga que usar el comando Mirar. Si tengo que hablar con alguien, es lógico que tenga que usar el comando Hablar. Y según se vuelvan más complejas y opacas las relaciones entre la parte audiovisual y de juego, más interesante será dilucidar cuál es la que necesito encontrar. Que es precisamente por lo que Emio - El Sonriente resulta una historia de detectives fascinante: porque además de estar extraordinariamente bien escrita y narrada, consigue implicarnos más profundamente al obligarnos a jugar el papel de detective.
No existe algo exclusivo del videojuego. Pensar los medios artísticos como compartimentos estancos que se definen por lo que hacen que no pueden hacer los demás es absurdo y potencialmente peligroso. Por eso, si de verdad queremos pensar y disfrutar de forma libre de cuanto nos rodea, debemos evitar las trampas de conejo que nosotros mismos nos hemos puesto para castrar nuestra capacidad de pensar más allá de los estrictos límites de unas casas que no están pensadas para nosotros.
Skin-punk
Existen infinidad de motivos para ver una película. Que Jon Moxley, uno de los mejores luchadores de wrestling en activo, decida inspirarse en una para su nueva historia, es uno de los mejores motivos que conozco para hacerlo. No por nada. Simplemente sé que Moxley tiene un gusto exquisito. Compartimos una perspectiva similar en muchas cosas, también con respecto al arte. Algo que me ha quedado claro, una vez más, al ver Romper Stomper.
El debut de Geoffrey Wright sigue la historia de un grupo de skinheads en una Melbourne que siempre se nos muestra desértica y por la que resulta difícil sentir empatía. Es un paisaje árido, punk, si utilizamos punk como adjetivo descriptivo; es un lugar de mierda, donde no hay futuro ni héroes, encerrados con un grupo de protagonistas con los que es posible empatizar, aunque sea imposible darles la razón en prácticamente nada de lo que hacen o piensan.
Es tentador inventar un neologismo para nombrar lo que hace Romper Stomper. Algo como skinpunk — al igual que existe cyberpunk, crear una asociación de términos que de a entender la idea de lo punk de la que aquí hablamos, sólo que asociada con lo skin. Teniendo en cuenta cómo cyberpunk se ha convertido en un concepto vacío de significado, donde lo punk aparentemente se resume en molar y ser contestatario de un modo apropiadamente socialdemócrata, y movimientos como el steampunk es directamente la estetización de la era colonial, evitaremos crear un neologismo y correr el riesgo de que se acabe romantizando un movimiento tan cuestionable (incluso cuando no asociado con el nazismo) como el skinhead.
Porque Romper Stomper trata de skinheads. Skinheads neonazis. Aunque en apariencia desestructurada y caótica, no deja de ser la historia de dos amigos, Hando y Davey, y la destrucción de su grupo no a causa de la aparición de una chica rica con problemas de abusos (de drogas, sexuales) de nombre Gabrielle, sino a través de ella. Porque si algo queda claro viendo Romper Stomper es que este grupo acabaría autoinmolándose tarde o temprano, independientemente de ella.
A eso ayuda que la película no tenga problemas en no nombrar héroes. Permitirnos empatizar con todos. Entender las motivaciones de todos cuantos aparecen en pantalla. Pero nunca señalar a nadie como quien está en lo correcto. Si acabarían autoinmolándose es porque son skinheads. En todo momento la película se encarga de hacernos saber que son brutos, sus acciones no son heroicas ni guays ni tienen nada de deseables; ni estetiza ni ensalza su comportamiento, señalándolos como son: una subcultura contradictoria, que odia la autoridad en igual medida que odia a todas las demás subculturas. Que los nazis no tendrían problemas en matarlos, por ser una subcultura y por tanto ser un grupo de degenerados es algo que ni se les pasa por la cabeza. Pero la película lo sabe. Y se nos muestra de ese modo.
En cualquier caso, si lo que mueve a la totalidad de la película es la futilidad contradictoria de los skinhead neonazis —son una subcultura prosistema que se declara antisistema mientras tacha de degenerados a las otras subculturas sin dejar de compartir su esfera estético-ética—, lo que mueve a los protagonistas es Gabrielle. Porque si bien es cierto que el grupo acabaría desintegrándose tarde o temprano incluso sin su presencia, Hando y Davey no tendrían motivo alguno para cambiar sin ella. Pero esa es la cuestión. Ella está ahí. Y es el motor invisible de todo cuanto ocurre.
Todo cuanto ocurre es un triángulo amoroso formado entre Gabrielle, Hando y Davey. Otra película peor, intentando golpear muy por encima de su peso, intentaría hacer más explícito lo que ocurre. Romper Stomper no. La película crea filiaciones, romances, y el cómo elige verbalizarlo o no o dejar que las miradas y los actos lo digan, es lo que hace que sea más sorprende, más sutil, de lo que parece. Elevándola a una categoría mucho mayor de la que, a priori, parece pertenecer.
A esto contribuye un prodigioso, a la par que jovencísimo, Russell Crowe haciendo de Hando. Aunque no su primera película, si es su primer papel protagonista, pero ya es posible ver aquí a un portento en construcción. Elegante, sutil, contenido y excelente en su comunicación no verbal, no es ni siquiera eclipsado por el excelente trabajo de Daniel Pollock, haciendo de Davey, que le valdría un AFI Award póstumo tras su suicidio poco después del estreno de la película.
Porque la película se sostiene en igual medida en los hombros de sus tres protagonistas. Todo cuanto hacen en la película se sostiene sobre una idea: mantenerse fieles a sus ideales, por equivocados o contradictorios que estos sean. Algo que hace que Davey, cuyos ideales se basan en seguir a quienes quiere, se vea siempre sacudido por los ideales firmes e inamovibles de Hando y los ideales esotéricos e incompresibles de Gabrielle.
Eso, sumado a un final abierto donde no existe una interpretación clara—¿Davey es libre de las influencias de los otros o sólo ha caído en una nueva? ¿Hando ha fracasado en su propósito, o ha triunfado por cómo se ha mantenido fiel hasta el final? ¿Es posible saber siquiera qué quiere Gabrielle?—, hace que Romper Stomper deje más preguntas que respuestas. Aunque por eso resulta fascinante. Ser más explícito sobre su posicionamiento o lo que quiere contar no la haría una película mejor. Es brillante, precisamente, por lo que es: un escenario abierto a la proyección.
Sobre lo sublime (y cómo Stendhal no estaría contento con nosotros)
Quizás una de mis reacciones más curiosas a ojos ajenos ante el arte es la rabia. No hablo de odio ni ira. Sólo rabia. A veces, cuando veo algo fascinante, que me parece absolutamente fuera de toda lógica razonable, reacciono con algo de rabia. Me dan ganas de morder una puerta, de darme un cabezazo contra la pared.
Esto me ocurrió el otro día en el Tate viendo los cuadros de J. M. W. Turner. Su uso del color, la luz y la forma, además de la narrativa y la paisajística, es asombroso incluso a día de hoy. No sólo era un maestro pintor para los cánones del siglo XIX, sino que probablemente siga siendo hoy uno de los mejores pintores de la historia. Y al verlo en persona, ver la perfección de su técnica sumada a la maravilla de sus temas, lo glorioso de su iluminación, su color o sus temas, me dio rabia. Realmente me cabreó.
Sentía que era injusto que un ser humano fuera así de bueno. Aquí quiero dejar claro que este sentimiento no es envidia. No siento envidia de Turner. Es algo más profundo y abstracto. Es una reacción ante lo sublime. Al ver algo tan perfecto, tan ideal en todos sus aspectos, que no debería existir, más cercano a la existencia de lo divino que de lo humano, una confluencia de emociones me atraviesan como un huracán — es un grito callado ante lo inaceptable del ser humano desafiando el orden natural de lo divino.
War. The Exile and the Rock Limpet exhibited 1842. J.M.W. Turner
Racionalmente no debería sentirme así. No creo que haya orden divino. Pero que un ser humano sea capaz de crear algo sublime, algo que es capaz de ir más allá de lo bello o lo horrendo, que sea capaz de generar la emoción de hacerme sentir insignificante, como si hubiera abierto una puerta a otra dimensión, otro universo, donde toda clase de emociones e ideas colisionan y es imposible resumirlas en unas pocas frases, llevándome a un estado de obsesión perpetua, donde mi mente puede vagar para siempre en un peregrinaje sin fin, requiere una respuesta emocional. Hay gente que se echa a llorar. Hay gente que se desmalla. Incluso le han dado un nombre: síndrome de Stendhal. La diferencia es que yo siento una rabiosa luminosa y positiva; el vértigo existencial de ser incapaz de aceptar lo que hay ante mí.
No creo que a Stendhal le hiciera mucha gracia que llamaran con su nombre al Síndrome de Stendhal. Aunque creo que le haría gracia mi reacción a los cuadros de Turner. Siendo Rojo y Negro un libro que, de hecho, he cerrado de un manotazo, enrabietado, intentando no gritar mientras llamaba a Stendhal palabras innombrables por ser tan bueno, eso me hace sentir bien. Así que supongo que si pasáis por Londres y podéis ir al Tate, me haría feliz si vais a la sala de Turner y pensáis en mi.